
La charla en la
mañana.
Apurada, antes de salir, con la mirada contemplando a través de la ventana, miro hacia afuera a donde
voy. Al trabajo, la rutina me espera, y ésta
charla me exaspera. Tiene fecha de vencimiento y es ahora. Cuando la
responsabilidad me recuerda, más allá de la charla, -llamémosla así-,
que la acompañan palabras..., y la
interpretación de lo que decís, entra en mi sobreinterpretación, Se mezclan mi vida y mi historia, y la tuya. La
puteada de tu monólogo parece agresiva, tu "-¡qué
hijo de puta!-" entra en mi, como una cicatriz que parece abrirse cada vez
que la escucho, siento cómo me agarrás la piel, como te asomas en mi cuerpo y
me vas desgarrando, sacás cada punto de
la cicatriz, uno por uno, volviendo a agrietar una herida vieja. Tan vieja que
dentro sólo hay sangre seca, pareces
despertar la sospecha de mi rojo vivo que se mece entre mi cuerpo esperando que
le abras ese punto , el más doloroso, para
chorrear por el poro abierto, esperando a ser liberado.
Y el pelo se desprende,
diminuto y no lo veo, se entrelaza por la puerta y parece quedar tirado en el
silencio de mi llanto interno, se vuela con la brisa agria de tus palabras.
Mientras hablás hay un aliento de por medio que sopla hacia mí y en un recuerdo
inconsciente parecés despertar algo que creía inherte, sin vida. Me
despierta un sentido, el olor fuerte de tu boca, el ácido junto con el relato
que parece divertido pero a mi cuerpo le duele. Simplemente porque mi humor y el
tuyo no concuerdan, solo porque aquella vez que sentí "-qué hijo de
puta-" no fue con gracia, no me hace reír como puedo verte a ti, riéndote, quisquilloso, trayendo insultos que solés decir, como parte de tu diccionario vulgar.
Lo
que sí ríe es mi humor negro intentando escabullirse entre tus dientes buscando
el tímpano para callar la campana de tu lengua, para atar tus cuerdas vocales y
que de tu boca lo que salga sea silencio, o.. lo que simplemente espero
escuchar. Un poco atolondrada en la charla y distraída sabiendo que termina
cuando la alarma, siento un chillido que me entorpece un poco, ¡¡¡la caldera!!! Suena la caldera vieja,
de las que si dejás mucho rato se chupa toda el agua. Elijo correr y parecer
apurada a ver si tu discurso se calma,y me gritás continuando desde la mesa
hacia la cocina y yo simulo escucharte, hasta que empiezo a sentir algo
confuso, que me hiela la corrida, siento tu llanto, como si estuvieras sollozando atrás de mi nuca, como si resoplaras y todo tu aliento quisiera entreponerse entre mis pelos finos, que sobrevuelan el calor que me da escucharte.
La charla parece haberse puesto amarga, - ¡Ddddd! - como el gusto del primer mate, ¡¡qué asco!! Intento mirarte pero mi cara en ese
momento solo muestra asco. El asco que tiene tener algo desgradable que no
podés escupir. Y pienso, ¿no? ¡Cómo la
vida misma!, ¿cuántas veces aguantamos algo sin mostrar la cara
de asco para no herir? O simplemente por educación. Y lo que esté pasando
lo soportas sin respirar por un tiempo, con los pómulos apretados y el ceño
bien fruncido, reteniendo un abultamiento bajo los ojos juntando el párpado
superior con el de abajo. Como cuando estás mucho rato al sol y pasas por la
sombra y sentís cuán apretado tenías el gesto. Con el mate no hay
compromisos, total, lo armo yo. Como mi vida, ¿Por qué soportando que mis oídos una vez más te escuchen? De
repente sonrío, trago un poco de agua y el resto lo escupo, salpico un poco
alrededor de la pileta, me limpio con el trapo sucio de la cocina, no sé por
qué , cosas de la vida... Te observo, y logro verte en un pozo tan estancado
que ni siquiera, ni aunque te escuche o me ría contigo, o de vos, ni siquiera así te
vas a dar cuenta, parece que estás tan encerrado en vos, que ni siquiera alcanzo
vislumbrar lo que decís. Y lo entiendo todo.
De que el sabor de la charla
es como el primer mate, como cuando estás encerrado en una clase escuchando a un profesor, y no puedo escupir, lo tengo ahí, justo por salir, pero por "educación" no debería hacerlo. No
puedo escupir y me tengo que tragar el gusto, ese amargor, tóxico, de la primer
cebada, de la bombilla ya usada, con el óxido negro que me queda en la boca, con los pedazos de bombilla que se desarman, a lo largo del tiempo.
No quiero tragarme más ésta charla. Necesito un caramelo dulce, agarro
mi banana, te miro, te despisto, me observás correr de acá para allá sin poder
entrar en mi cuerpo, ahora hablás un poco cortado, ni una vez más te miro
y pensás que lo entendí todo al verte, y sí, gracias por eso, simplemente te miré porque
fuiste un tremendo espejo, junto con el mate sabio de mi abuelo Ramón. Y así como si nada, parece que puedo
dejarte sentado como querías, hablándole a la nada, total... Seguís ahogado en el llanto actuado de un niño
que busca atención sin querer que lo salven de nada. Es solo llorar, llorar por
llorar. Y mirá que lo hago tooodos los días, a veces antes de tomar el
primer mate, cuando hablás me caen lágrimas, mientras te miro de reojo
aparentando que pruebo el calor del mate, no solo lo tomo, junto con él,
una lágrima salada, salándome un poco el gusto amargo de tu charla.
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